Cuando nació el príncipe Sakiamuni (mejor conocido como Buda), los astrólogos predijeron que el recién nacido había de abandonar la grandeza de su real estirpe. El rey, su padre, alarmado por este horóscopo, mandó construir un magnífico palacio rodeado de hermosos jardines para que viviera el príncipe sin que pudiera conocer ni desear nada distinto de lo que tenía.
Cuando Sakiamuni tuvo uso de razón, se encontró un día con un anciano encorvado que caminaba apoyándose en un bastón. Le llamó la atención el aspecto de aquel hombre, e interrogando a sus acompañantes averiguó que aquello era la vejez, un estado al que todos los hombres llegan con los años. Otro día, vio un enfermo, y así supo que existía en el mundo la enfermedad. En un tercer encuentro semejante vino en conocimiento de que existía la muerte. Desde entonces, el príncipie crecía preocupado por los medios que pudieran hallarse para librar a la humanidad de estas tres calamidades que la afligen: vejez, enfermedad y muerte. Su pensamiento pudo tanto, que se decidió a abandonar palacio, riquezas, honores y reino, a fin de retirarse al desierto a meditar sobre los tristes destinos humanos. El horóscopo se había cumplido.
En los largos años de meditación solitaria, llegó a la conclusión de que la causa de los males humanos es el deseo. Si no deseamos la juventud, la salud y la vida, no temeríamos la vejez, la enfermedad y la muerte. Anulemos todos nuestros deseos, y habremos alcanzado la quietud interior. El “nirvana” (el no ser) es el ideal supremo de la felicidad. He aquí el fundamento del Budismo.
sábado, 22 de enero de 2011
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